[ Abel E. Cantero ]
Un beso, abuela.
Antonio García Moreno era mi abuelo, y Macondo se llamaba su perro. El nombre al perro se lo pusieron sus niñas –mi mamá y mis tres titas-, y bien orgulloso que estaba el abuelo de ello. El abuelo era muy generoso. Aunque a veces me prometía cosas y después no se hacían realidad, yo le quería igual. Recuerdo que pasaba horas y horas con él y con Macondo en una caseta de metal que estaba en la Plaza de los Reyes de Ceuta. Dentro había estanterías repletas de libros; y por fuera era blanca, con un búho y la palabra Paideia pintados en negro junto a la entrada.
Allí recibían alegremente Antonio y Macondo a la gente. Allí leía yo mis cómics de El Pato Donald, Los Picapiedra, Los Pitufos, Vikie el vikingo, Mortadelo y Filemón, 13 Rúe del Percebe, Scooby-Doo, Superlópez…; y libros como Cuentos al amor de la lumbre, Jeruso quiere ser gente, Momo, El misterio de la isla de Tökland… y también aquellos libros en los que en cada página decidías hacia dónde iba a ir la historia con varios finales a descubrir… ¿O lo de Superlópez y los libros fue después…? No recuerdo… A veces todo se encuentra de sopetón en el baúl de la infancia y se confunde… Pero no, no: Cuentos al amor de la lumbre lo tuve en mis manos allá, seguro. Aquellas historias e ilustraciones de trazo grotesco me impactaron sentado en el suelo, bajo la estantería que estaba junto a la puerta; donde se sentaba el abuelo en su banqueta a tomar el aire, mientras esperaba a algún lector interesado en conocer los libros que aguardaban a su llegada.
No sé si antes o después de este libro, sufrí mi primera cicatriz sobre la Plaza de los Reyes, tras tropezar con uno de los tenderetes que se montaban durante la feria del libro y caer al suelo de bruces. Mi abuelo dejó su tenderete y acudió a socorrerme, avisado por algún conocido de la familia del accidente. Mi madre llegó un poco más tarde, convencida de que aquello no había sido nada; pero cambió de parecer cuando vio el corte que mi abuelo dejó al descubierto, tras retirarme de la barbilla uno de esos pañuelos blancos que siempre llevaba encima para secarse el sudor de su amplia frente.
(…inclinaba la cabeza un punto hacia abajo, recordando un tanto el gesto de un cantante cubano a punto de entonar una melodía –tez morena, cabeza ancha, nariz chata, pelo cano muy rizado y fino bigote-; entonces se pasaba con delicadeza el pañuelo sobre la frente, esbozaba una sonrisa, levantaba la cabeza y, con el tono agudo y nasal de su Machín del alma, exclamaba en andalú: ¡Ojú qué caló, shiquiyo!)
Al llegar a la entrada del hospital, dice Toñi, mi madre, que introducían en camilla a un soldado que se había suicidado, y que todavía le temblaba el cuerpo. Mientras me atendían en el dispensario de primeros auxilios, la aguja cosiéndome la herida hizo sentarse a mi madre a un lado, ya que se sentía un tanto conmocionada por la sangre, las prisas, el muerto que temblaba, mi niño, la sala de urgencias, el doctor, la enfermera, la aguja, el hilo, la sangre, mi niño… En cuanto acabó la breve intervención, ofreciéndome cariño, consiguió que ambos volviéramos a sentirnos en paz de nuevo. Había finalizado la pequeña vorágine.
Después fuimos a la casa de mis abuelos, en el Pasaje Cerni, subiendo unas escaleras un tanto incómodas y siempre húmedas, que olían a piedra en descomposición, pero que se abrían al final, una vez pasada la casa, a un espacio abierto: el descampao al que iba a pasear con Macondo, reviejo y alegre como siempre.
En una de las paredes de la despensa –un cuartillo situado al fondo del pasillo, junto a las otras dos habitaciones que hacían de dormitorio-, justo sobre la nevera que medía como un metro y poco -que tambíén servía de estantería para las revistas y una planta-, estaba el retrato de un tipo con barba y bigote, pelo largo y boina militar con una estrella en la frente -impreso sobre fondo rojo-, que había sido colgado allí por mis titos cuando aún vivía Franco y yo no había nacido. Nadie me dijo nunca que aquel tipo fuera el Che Guevara, lo descubrí mucho tiempo después, ya en Barcelona.
(…qué rica estaba aquella jugosa tortilla de patatas que sólo sabía cocinar tan bien el abuelo, y la leche Carnation, cuyas latas eran como las de la sopa Campbell’s, pero con leche dentro; y las tostás con manteca colorá y azúcar, y las milhojas de crema…)
De mi estancia en la casa de mis abuelos, también me quedó grabado un gracioso ritual cotidiano: “Buenas noches” decía el presentador del telediario; “Buenas noches” contestaba el abuelo, consiguiendo hacerme reír de nuevo. Por aquel entonces, tan sólo había dos canales de televisión en los que veía los fines de semana programas como Cajón Desastre, Fraguel Rock, La Bola de Cristal… O no… Otra vez el baúl de la infancia… Me acercaba mucho al aparato de televisión, eso sí; allí comenzó a manifestarse la miopía que me diagnosticarían más adelante.
Son recuerdos vivos, tan fuertes que, hasta hace relativamente poco, creí que había pasado en casa de mis abuelos un año entero. Pero tan sólo fue un mes; mientras mis padres realizaban el traslado a Barcelona. No recuerdo, en cambio, el sufrimiento por verme alejado de mis padres. Se ve que siempre que hablaba con mamá por teléfono le preguntaba que cuándo volvían papá y ella de Barcelona. Mi madre a veces me comenta, cuando recordamos aquella situación, que un día llegué a decirle que era una mentirosa, y que sabía que no iba a volver jamás. Mi padre, que también se llamaba Antonio, moriría de cáncer en la ciudad condal al poco de reencontrarme allí con él y con mi madre. Pero esto forma parte de otra historia, y ya será contada si acontece…
También me acuerdo de las carreras en bicicleta por el jardín del vecino Antoñito y por el descampao, de mi amigo Raúl, otra vez la sonrisa perenne del abuelo Antonio, cómo me bañaba la abuela Antonia en un barreño y Macondo, que venía conmigo a todas partes… Podría decir que la muerte de Macondo fue la segunda muerte a la que hube de enfrentarme en mi vida; dos años después de llegar yo a Barcelona. Algo normal, si tenemos en cuenta que Macondo ya tenía 15 años, y eso es mucho para un perro. Supongo que fueron tanto aquella especie de alegría canina como su fortaleza de carácter lo que le hizo aguantar tanto. O tal vez fuera el afecto, la dedicación y el espíritu jovial de su compañero humano, mi abuelo, lo que le hiciera querer sacarle a la vida todo lo bueno, y sólo eso. Las desgracias, mejor guardarlas en un cajón.
una fan
como siempre… excelente abel
teadoro
con tu relato has logrado sacar de mi alma un mar de emociones y recuerdos. gracias y espero que ninguna “fama» te detenga.
tu prima asun
gracias por hacerme recordar cosas del abuelo que creia haber olvidado.me ha sorprendido mucho esta faceta tuya pero me ha encantado,de verdad.un beso de tu olvidada prima
tu prima asun
me ha encantado y emocionado que me hayas hecho recordar cosas del abuelo que creia haber olvidado.besos de tu prima
Asun
es como lo cuentas, es como si lo estuviera viendo es algo maravilloso que unos nietos recuerden asi a su abuelo, un beso Abel, tu tía Asun.
Uno de los "titos"
Recuerdo muy bien los momentos que describes: la caseta de los libros, la preparación de la Feria del Libro, el Dia del Libro y muchas horas que he pasado tanto en la caseta como en una mesa muy grande que estaba en plena plaza. No sé si te acordarás, igual eras muy pequeño, pero Antonio, tu padre, y yo, montamos la mesa en la Plaza. Tu padre era el que dirigía el montaje y yo (un adolescente, más o menos) el que le pasaba los tornillos y demás. Se le daban muy bien estas cosas. Al leer tu artículo me han venido de golpe a la cabeza.
La Plaza de los Reyes: yo tambien he rememorado esos momentos tuyos, de lecturas: muy maduro para tu edad, lo leías todo. Hacías 2000 preguntas de todo, con una voz muy peculiar.
La casa del Pasaje Cerni: no recordaba todos los posters que había en la casa, en mi habitación, toda la pared recubierta. Han pasado muchos años y los ídolos han cambiado. ¿Ahora que se ponen en la pared, a cantantes de OT?
Macondo: no sé si lo sabes, pero al perro me lo regalaron a mí. Tras el primer arrechuche, el cuidado del perro pasó a mi padre. Cuando lo paseaba, los niños le preguntaban al abuelo: de qué raza es? Respuesta: pastor español. Una invención de las suyas: era un «mil leches», de raza indefinida.
Gracias por los recuerdos casi olvidados.
José María
Macho, Nos hemos emocionado mucho, al leer tus recuerdos de Ceuta. La verdad, es qué, el abuelo Antonio era único y se hacía querer. No pensaba yo que un catalino podía escribir tan bien. Ja, ja, ja.
¿Te acuerdas de la abuela Lola? Si es así, podrías hacer algo sobre ella, que era la mejor del mundo.
Bueno catalino, felicidades, aunque este año os tenéis que joder con el fútbol y el baloncesto.
Un beso de tus tíos Mari y José María