[ Entrevista por Arantxa Díaz Muñoz , 7 de febrero de 2006]
La Catedral de Santa María me abría su puerta de atrás. Cargada con agenda, grabadora, ejemplares del número dieciséis de Iguazú, bolígrafos y hasta pilas de reserva, me esperaba primero la noticia de que el vuelo de Ana María Matute se había retrasado y que probablemente no pudiera recibirme por el ajetreo que le deparaba su agenda. Después Roberto, nunca sabré agradecértelo con palabras, me procuraba un lugar donde aguardar los siguientes pasos de la escritora. A las dos y cuarto de un mediodía tan cálido como Ana María, Carlos, otro de los miembros de la Fundación Catedral Santa María, me llevaba en su coche al céntrico hotel donde se alojaba la autora de Olvidado Rey Gudú, Tres y un sueño, Los Abel, La pequeña vida o Primera memoria.
Los nervios afloraban en el vestíbulo del hotel. Huéspedes despistados buscaban el comedor y ese olor, que es casi siempre idéntico en las recepciones, les ayudaba a encontrarlo.
Ana María Matute aparecía con la calma que da el haber visto tanto y el haber hecho de sus días una aventura, un juego de una niña traviesa que sabe que la vida «es una equivocación maravillosa». Hechas las presentaciones y advertidas del poco tiempo del que disponíamos, unos quince minutos, nos sentábamos. Frente a nosotras el parque de la Florida, con los guiños de sus árboles a una mujer que reconoce su atracción por la naturaleza, especialmente las que despiertan en ella el bosque y el mar.
Coqueta, colocaba el bolso encima de la mesa que nos separaba, apoyaba su bastón de empuñadura con forma de galgo, y paciente, me recomendaba que le preguntara aquello que más me interesara. ¡Si ella hubiera sabido la tormenta que me estallaba por dentro!
Repasábamos primero su infancia.
Ana María, durante su infancia sufrió enfermedades que la tuvieron encerrada en su habitación. ¿Cómo le marcaron?
Me marcaron más muchas otras cosas. A ese tiempo enferma le debo el ser reflexiva y mi pasión por la literatura.
Mansilla de la Sierra es uno de esos lugares que cita cuando se refiere a su niñez.
Solíamos pasar allí los veranos. Mi madre tenía allí una finca maravillosa.
Prefería jugar con los niños. ¿Era un poco «chicote»?
No, nunca he sido un chicote. Siempre he sido muy femenina. Las niñas de esa época no eran como las de ahora. Me aceptaban más los niños.
¿Qué aprendió de los niños de Mansilla?
Sólo íbamos allí en verano. Eran distintos a aquellos niños que conocí en los colegios de Madrid y de Barcelona. Era difícil entablar unas amistades que se truncaban al cambiar de colegios.
En su libro Tres y un sueño se encuentra esta descripción del bosque. «El bosque empezaba detrás de la casa, y casi nadie iba allí. La niebla se acercaba tanto que borraba las copas de los árboles y entonces todo parecía íntimo y secreto, tan cerrado y pegado al suelo que la obligaba a permanecer horas y horas entre los troncos, en el húmedo velo, sin deseo alguno de volver a casa.» ¿Qué supone el bosque para usted?
Me encanta disfrutar del bosque, del mar… Cuando era niña me escapaba al bosque y mi madre me preguntaba que adónde iba, que por qué salía corriendo.
Háblenos de su aya vasca.
Había entrado con diecisiete años en la casa de mi madre y se ocupó de nosotros y también de mi hijo. Lo daba todo. Fue una segunda madre para mí. Hasta que cumplí los tres años nos hablaba en euskera. No sé por qué dejó de hacerlo, porque mis padres nunca le dijeron nada. Siguió hablándonos en castellano con una sintaxis muy divertida. Era de Zumaia y cuando nos portábamos mal nos amenazaba con no llevarnos a su pueblo. Al final nos portáramos como lo hiciéramos, siempre nos llevaba con ella.
El Ritz, Barcelona, el Nadal… ¿qué sintió cuando entró al Ritz por vez primera?
Eran otros tiempos. Allí se celebraban las puestas de largo. Ahora el Ritz es el Palace… No recuerdo qué sentí en ese momento. Yo era muy joven.
¿Es cierto que recogía todo tipo de materiales y hacía maquetas de pueblos?
Maquetas no, eran pueblos. Entonces vivía en Sitges y enfrente de mi casa había una carpintería. Entre los recortes que tiraba el carpintero encontraba escaleras, puentes… Levantaba pueblos enteros y tropeles de niños se acercaban a ver cómo alguien tan mayor jugaba con todo aquello y les contaba relatos que les fascinaban. Había un conde que vendía sus cuadros a cambio de chuletas. Cuando los cuadros se acabaron, no hubo más chuletas. Se suicidó precipitándose al mar… Todos aquellos niños disfrutaban con esos relatos.
Carlos Castilla del Pino afirmaba en la conferencia que inauguraba el ciclo de «El arte de vivir. El ser humano como arquitecto de su vida», que no hay inmortalidad, hay memoria. ¿Cómo quiere que la recuerden?
Que me recuerden por mis libros.
Apagaba la grabadora, que no servía para nada porque la voz de Ana María Matute es suave, casi etérea. Me despedía de ella con la sensación de no haber estado lo suficientemente preparada, de no haber estado a la altura de las circunstancias.
Ya en la salida del hotel Ana María, la niña traviesa , intentaba abrir las puertas con un «ábrete sésamo». Bajaba despacio las escaleras, una figura menuda, con el pelo blanco, ojos curiosos y sonrisa sabia.
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