[ Carol Blenk ]
Aquella profesora era amarilla, supongo que aún te acuerdas de ella. Trabajaba aquí mismo, dos calles más allá, en aquel colegio. Era feliz, bueno, no del todo, a medias sólo, como la gran mayoría de nosotros. Iba y venía de su casa al colegio, del colegio a su casa. Y nunca equivocaba el recorrido, bueno, sí, algunos domingos, que era cuando iba a comer a casa de los padres de su novio. Porque ella era muy formal, nunca faltaba a aquellas comidas. Le aburrían un poquito, sobre todo a la hora de los postres, porque siempre ponían tarta de nata, y ella prefería el chocolate. Era tan educada que nunca se quejó. Jamás dejaba una sola cucharada en el plato.
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Pero un día de invierno, un domingo de enero, le sucedió algo extraño. Pasó por debajo del ático de la niña de los discos azules, como tantas otras veces, pero aquel domingo se oía una especie de música. Muy tranquila, muy suave, pero hipnótica. La profesora amarilla sabía que no debía pararse a escuchar aquel tema… eran casi las dos y la esperaban para comer. Tarta de nata de postre, pensó. Y se quedó muy quieta debajo del balcón de aquel ático. Y escuchó perfectamente…
Era genial. Se dejó llevar. Se quedó inmóvil, ojos cerrados y el corazón parado. No latía pero lo notaba más vivo que nunca. Cuando terminó la canción, la niña de los discos azules la estaba mirando. Nunca la había visto de cerca. Como mucho, la había encontrado en algún vagón del tren, en el último asiento. No gozaba de buena reputación en la ciudad. No era bien vista, nadie le dirigía la palabra. No recibía cartas y ni siquiera la compañía del agua se atrevía a cobrarle las facturas. Apenas gastaba agua, pero la poca que consumía le salía gratis. Lo mismo con la luz. Nunca llegó a instalar el teléfono, claro, ¡si no hablaba con nadie! Decían que era muda.
Y allí estaba ella, frente a la niña de los discos azules, sin saber qué hacer. No sabía si lo que sentía era miedo o curiosidad. La miró. Y se dio cuenta de que de cerca era realmente guapa. Posiblemente, jamás se había encontrado con alguien tan bello. Y supo que nunca vería nada igual. Nunca.
La profesora amarilla no fue a comer aquel domingo a casa de su novio.
A la mañana siguiente, al ducharse, se dio cuenta de que la piel le estaba cambiando de color. Ya no era amarilla, el color natural, sino que iba adquiriendo un tono azulado. Se asustó, pensó que estaba enferma… Se tomó la temperatura, se tomó el pulso, la tensión… Todo estaba bien y la verdad es que se sentía mejor que nunca. Tenía un gusto sutil a chocolate en los labios. Y no recordaba haber comido chocolate. Qué extraño era todo.
Vio que era tardísimo y que debía darse prisa si quería llegar puntual al colegio. Como cada lunes, como cada mañana de su vida. No desayunó porque no le daba tiempo y al coger el abrigo del comedor vio algo que la hizo retroceder antes de irse. Había alguien en el sofá, alguien cubierto por una manta, una figura pequeña y silenciosa. Se acercó y levantó con mucho cuidado la manta… era la niña de los discos azules. Dormía en calma, tranquila y relajada. Como si llevara mil horas allí.
La profesora, que ya era del todo azul, le dio un beso y salió de casa sin hacer ruido, para no despertarla.
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