[ Andrés González ]
“No, no me aburro. Pienso”. Ella, como una efigie sonriente en su mecedora de playa, se lo dijo así, de sopetón. Como si pasar las horas en el balcón, frente al mar pero sin hacer nada, no tuviera ningún secreto. Una revelación para un ansioso chico de 20 años, tan preocupado por hacer y sin tiempo para sacarle jugo al tiempo. Era una mujer con toda la vida, la suya y las de los demás, delante de sus ojos.
Sobre la mesa de playa tenía una pila de libros, un suplemento cultural de un diario local, las gafas de vista y unos tebeos del nieto más pequeño. Los libros se los había prestado él, X, su nieto mayor, intrigado por la calma y aparente inactividad de su abuela durante las dos semanas que ya se había comido el verano. En un viaje al pueblo, había inspeccionado durante dos horas los libros de su habitación, pocos a esa edad, para elegir alguno para ella. Tomó, entre otros, ‘El amor en los tiempos del cólera’. Coincidían en esa novela la buena literatura y una historia cercana a su abuela, creía X. Pero ella no necesitaba fantasear con amores tardíos. Sin embargo, su respuesta fue: “Ya no leo casi, me cansa la vista”.
-¿Y en qué piensas? -le preguntó una tarde raramente oscura.
– En mi hijo. -respondió con su típica carcajada entre dientes.
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Le parecía una obviedad que hablaba de su hijo más joven, el tío de su interrogador adolescente. El que estaba más lejos y más cerca. Treinta y pico de años tenía y, por lo que X sabía de él, disfrutaba de su edad. El padre de X, el hijo mayor, disfrutaba a su vez de la suya pero, al parecer, atraía menos preocupaciones.
Y seguía pensando.
Vestido todo de color mostaza, el abuelo, ajeno a la conversación, leía un grueso volumen de historia, la suya, y saboreaba una paloma de anís en la cocina mal iluminada. Mientras, H corría detrás de una pelota de plástico que se le había escapado fuera de banda. En el pasillo de la enorme casa de paredes y puertas estropeadas por el paso de tantos inquilinos y meses de agosto, S y T, como buenas nietas, caminaban arriba y abajo con ropa secada al sol y bolsitas de maquillaje.
La tarde empezó a virar hacia al anochecer, cuando ya la gente salía en busca de horchata en la acera de abajo, libres de la arena de todo el día y frescos con el champú de las vacaciones. X se sentó al lado de su abuela con la intención de averiguar un detalle que le desvelara el secreto. Para matar el silencio, leyó por encima el diario e incluso le comentó a su abuela una noticia intrascendente, que hizo reír a los dos.
Sentado, como su abuelo, a horcajadas en una silla, llevaba unas bermudas y una camisa de colores que acababa de planchar en su cuarto mientras se dirimía entre la posibilidad de buscar a sus amigos en las tascas del barrio o dejar otra noche en blanco. X no estaba en su mejor momento, ese año había sido el más crítico desde que recordaba. Había pasado su segundo curso de universidad echando sal en la herida de su primer amor. Un buen motivo para querer hacer y no hacer, la excusa perfecta para culpar a las tardes raramente oscuras.
Una avioneta sobrevoló la costa frente a su balcón. Hacía su recorrido de vuelta después de haber paseado durante todo el día su banderola promocional por las playas. Fue un instante fugaz, poco llamativo pero tan entretenido como suele ser ver pasar un avión desde tan cerca. Ella miró y él esperó una explicación a su gesto. El vuelo de la avioneta publicitaria parecía haber soltado viento sobre su cara, ese era el gesto. Pero ella tenía el cabello suelto inerte, aunque naturalmente algo despeinado por esos días tranquilos. Se volvió y le confesó a X: “Es como la avioneta que nos trajo desde Orán”.
Con el ruido del motor todavía resonando a lo lejos, añadió divertida: “Casi se le podía ver la cara al piloto, ¿verdad?”
– ¿Te acuerdas de él? -dijo X claramente interesado.
– Es algo que no se olvida así como así. Estábamos deseando llegar. Llevábamos diez años esperando ese viaje -empezó a contar, pausada pero enérgicamente.
– ¿Y cómo era el piloto? -dijo X desviando sin querer la conversación, esperando tal vez una historia sobre un personaje a lo Indiana Jones.
– Para mí, en ese momento, era oro en paño. El viaje no fue del todo bien. Vinimos de noche, con mucho trajín y sacudidas. Pero era un buen piloto. Conducía muy bien el aparato. Luego, el aterrizaje fue como la seda. Pero yo no respiré hasta que llegamos.
– ¿Ibais…? -indagó X.
– Pues el abuelo, tus tías, tu padre y yo. Cargados de maletas hasta arriba. Era la primera vez que subíamos a un avión y, fíjate luego, toda la familia ha viajado por todas partes.
El telón de la tarde se fue cerrando y ella le contó mil y una historias verdaderas, como cuando intentaba disimular ante las vecinas argelinas el peso de los kilos de jabón que fabricaban en casa y que acarreaba en el fondo del carrito del recién nacido. O las tertulias políticas de su abuelo en la habitación que tenían por vivienda, mientras ella preparaba café para los visitantes y todos fumaban intentando enderezar con palabras lo que había sido torcido en la distancia. O el viaje en el barco que les trasladaría al exilio, las personas que les ayudaron para siempre y la infinidad de trabajos desempeñados para poder sobrevivir.
Ella se levantó, con la noche sobre el mar que les trajo a casa, y preparó la cena en silencio, pensativa. Como siempre en esos días lejanos y cálidos, críticos, vitales y confusos.
Cenaron en la mesa de la cocina una ensalada de pasta y, sobre las once de la noche, ella fue a acostar a H. El abuelo salió al balcón y terminó su vaso de vino con las manos sobre el cinturón, sentado frente a la oscuridad y con la única compañía del ruido de los coches en la calle. Dejó sobre la mesa de playa su tomo de historia, la suya, y ofreció una sonrisa amplia y sincera a su nieto.