Esta noche, mientras me cepillaba los dientes en mi moderno e iluminado cuarto de baño, he sentido la necesidad, repentina e inexplicable, de salir a la terraza. He seguido cepillándolos al aire libre, contando estrellas. Me he acordado de Nicaragua, de cuando no había pila del lavabo, y nos lávabamos los dientes a oscuras fuera de la casa, enjuagándonos con un vaso de agua y escupiendo al suelo. Entonces me parecía bonito, porque teníamos todo el cielo para nosotras.
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He recordado también cuando en la clase de Sociales en EGB nos mandaron construir un cuadrante casero y salir con él a medir la latitud de la estrella polar. Era invierno, en Vitoria. Recuerdo el frío y que me acompañaba mi madre.
A mí me gustaba mucho saber los nombres de las estrellas y conocer lo que había por encima de nosotros. Quería que me regalaran un telescopio y tras mucho insistir mis padres me regalaron un Astronova, que llevaba un pequeño telescopio, un mapa de la luna y un planisferio con todas las estrellas. Todo un kit para descubrir misterios. Yo miraba hacia arriba y me sentía muy pequeñita, minúscula en comparación con todo lo que había fuera. Ver la luna ahí suspendida me hacía pensar en las distancias, en lo cerca que parece que está todo y lo lejos que está en realidad. Cerraba mi puño sobre ella, como si pudiera atraparla, y era inalcanzable. Era verano, en el pueblo, hacía calor y estaba en medio de la calle, sola.
Después olvidé los nombres de las estrellas, los cuadrantes y los planisferios. Medía las distancias no hacia arriba, sino hacia los lados. Las esquinas que tenía que sortear ya no eran las del universo, sino las de las personas, y no había ningún kit para descubrir esos misterios. Los libros. Ésa era mi única guía de viaje. Extendía mi mano sobre las palabras, como si pudiera atraparlas, y eran inalcanzables. Otra vez sola, sentada en una esquina de mi cuarto, escondida tras una mesa.
En mi terraza, en esta época, por las noches hace un frío intermedio. Al fondo se ve una montaña; a un lado, la construcción de las piscinas municipales; de frente, un pequeño parque. Una carretera larga y vacía sube hacia la montaña. La luz de las farolas hace que todo parezca un poco incorpóreo. Me fijo por primera vez en un árbol bajo mi casa. Es pequeño, está un poco torcido. Pienso en los baobabs, aunque en realidad nunca he visto un baobab. El principito arrancaba los baobabs, pero a mí me gustaría plantarlos. Me termino de cepillar los dientes y cuento las estrellas por última vez. Hay muchas. Tantas como en Nicaragua, en Vitoria, en el pueblo. He crecido y sigo siendo pequeñita. Recojo las manos sobre mí, como si con ese gesto pudiera explicarme. Es septiembre, todo empieza y todo se escapa.
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